Desierto Sonoro (fragmento)
Lamento darles esta noticia, pero la letra de esa canción dice <<fight-or-flight mode>>, modo de lucha o huida, y no <<firefly mode>>.
Suena como un adolescente hablándonos así, y yo no estoy preparada para aceptar su corrección, aunque sé que probablemente tenga razón. Desestimo su opinión, injustamente, pidiéndole alguna prueba -que no puede darnos, por supuesto, porque no pienso prestarle mi celular para que busque la letra en internet ahora mismo-. Pero a partir de este momento, mientras la canción suena repentinamente en las bocinas del coche, el niño insiste en cantar esa parte del coro a un volumen particularmente alto: <<Fight-or-flight mode!>>. Me doy cuenta de que su hermana y su padre hacen una pausa y no cantan esa parte de la canción, al menos las primeras veces que suena. Yo, en cambio, insisto en cantar las palabras <<firefly mode>> con una voz alta y clara. El niño y yo siempre nos hemos tratado como iguales en este tipo de campos de batalla, al margen de la enorme diferencia de edad que nos separa. Tal vez sea porque nuestros temperamentos se parecen, a pesar de que no compartimos ningún vínculo sanguíneo. Ambos defendemos hasta el final nuestras posiciones, sin importar que estas se revelen totalmente absurdas en algún punto.
El niño grita:
Fight-or-flight mode!
Al mismo tiempo, yo canto a voz en cuello:
Firefly mode!
En el coche me he ido acostumbrando a nuestro olor, al silencio intermitente entre nosotros, al café instantáneo. Pero no me he acostumbrado a los espectaculares plantados como presagios a la orilla de la autopista: El Adulterio Es Un Pecado; Patrocine Una Autopista; ¡Feria De Armas de Fuego Este Fin de Semana! Nunca me he habituado, tampoco, a ver cementerios de juguetes de plástico abandonados en los jardines delanteros en las reservas nativo americanas, ni a la melancolía de los adultos mayores que hacen filas, como niños, para rellenar sus enormes vasos de plástico con refrescos fosforescentes en las gasolineras, ni a esas tenaces torres de agua en los pueblos pequeños, que me recuerdan al equipo que usábamos en la escuela en la clase de laboratorio de ciencias. Todas esas cosas me dejan en modo luciérnaga.
Apago el estéreo y escucho a nuestros hijos jugando en el asiento trasero. Sus juegos se han vuelto más vívidos, más complejos, más convincentes. Los niños tienen una manera lenta y silenciosa de transformar la atmósfera que los rodea. Son mucho más porosos que los adultos, y su vida interior, más caótica, parece filtrarse al exterior todo el tiempo, enrareciendo y afantasmando la realidad. Las imaginaciones de los niños interrumpen la normalidad del mundo, rasgan el velo, permiten ver como no-normal lo que hemos normalizado a fuerza de costumbre o resignación.
Me ausento durante un rato y permito que sus dos voces llenen simplemente el espacio del coche y el espacio de mi cabeza. Ahora están montando toda una coreografía verbal que involucra caballos, aviones y una máquina espacial. Sé que su padre también los escucha, aunque va concentrado en la autopista, y me pregunto si siente lo mismo que yo siento. Si acaso percibe cómo nuestro mundo, racional, lineal y organizado, se disuelve en el caos de palabras de nuestros hijos. Me pregunto y quisiera preguntarle si también él se da cuenta de cómo sus ideas van llenando nuestro mundo, dentro de este coche, llenándolo y borrando sus contornos con la lenta persistencia del humo que se expande en un cuarto pequeño. No sé hasta qué punto mi esposo y yo hemos hecho suyas nuestras pequeñas historias; y no sé hasta qué punto mi esposo y yo hemos hecho suyas nuestras historias; y no sé hasta qué punto ellos han hecho nuestros sus juegos y relatos desde el asiento trasero. Tal vez los cuatro nos contagiamos mutuamente los miedos, las obsesiones y expectativas, tan fácilmente como se contagia el virus de la gripe.
El niño dispara flechas envenenadas a un oficial de la migra desde su enorme caballo. Mientras tanto, la niña se esconde de los soldados federales bajo una especie de arbusto con espinas (aunque encuentra mangos brotando de las ramas y se detiene a comer uno antes de saltar de nuevo al ataque). Tras una larga batalla. los dos cantan juntos una canción para resucitar a otro niño guerrero.
Al escucharlos ahora, de pronto comprendo que son ellos quienes cuentan la historia de los niños perdidos. La han venido contando desde el principio, una y otra vez, el el asiento trasero del coche, durante las últimas tres semanas. Pero yo no los había escuchado con la atención suficiente. Y tampoco los había grabado lo suficiente. Tal vez las voces de mis hijos son como aquellos cantos de aves que grabó Steven Feld con ayuda de mi esposo, y que funcionan como ecos de personas fallecidas. Sus voces, la única forma de oír otras voces inaudibles: voces de niños que ya no pueden oírse porque esos niños ya no están. Ahora me doy cuenta, quizá demasiado tarde, de que los juegos y las representaciones de mis hijos en el asiento de atrás tal vez sean la única manera de contar realmente la historia de los niños perdidos, una historia sobre los niños que desaparecieron en su viaje hacia el norte. Tal vez sus voces sean la única forma de registrar las huellas sonoras, los ecos que los niños perdidos han dejado a su paso.
¿En qué estás pensando, ma? me pregunta de repente el niño, desde atrás.
Estaba pensando que tienes razón. Es <<fight-or-flight mode>> y no firefly mode>>.
(...)
Cuando recobro el control de mi cuerpo, mi esposo me suelta. El niño observa el avión con sus binoculares, y el avión colocándose en la pista de despegue. No sé que estará pensando el niño ni lo que se dirá a sí mismo en un futuro sobre todo esto, ni siquiera si recordará este instante al que lo estoy exponiendo. Siento el impulso de taparle los ojos, como hago todavía a veces cuando vemos juntos ciertas películas. Pero los binoculares ya le han acercado el mundo demasiado, el mundo ya se ha proyectado en su interior, así que, ¿de qué voy a protegerlo, y cómo, y para qué? Lo único que me queda por hacer, pienso, es asegurarme de que los sonidos que registra su cabeza en estos momentos, los sonidos que revisten este instante que vivirá siempre en su interior, sean sonidos que le hagan saber que no estaba solo ese día. Me acerco más a él, lo envuelvo en un abrazo, y le digo:
Dime que estás viendo, Ground Control.
Duda unos instantes pero acepta mi invitación al juego:
La nave espacial se mueve hacia la pista de despegue, responde.
Muy bien, ¿y qué más?
Los astronautas ya están adentro de la nave.
Bien.
Estamos casi listos para el lanzamiento.
Bien. ¿Qué más?
El personal despeja el área de lanzamiento. La presurización del helio y el nitrógeno ha comenzado. El vehículo está funcionando con alimentación de energía interna.
¿Qué más? ¿Qué más?
Espera, ma, por favor, no sé qué más decir.
Si sabes. Sólo mira detenidamente y cuéntamelo todo. Todos contamos contigo Ground Control.
Por un momento el niño deja de mirar a través de los binoculares, me mira a mí, luego a su padre, que sostiene su boom, y luego a su hermana, que duerme todavía, y luego vuelve una vez más a los binoculares. Respira profundamente antes de hablar. Su voz emerge firme:
Área de explosión despejada. El piloto ha reportado que está listo para despegar. Sesenta segundos. Interruptor de lanzamiento en posición de encendido. Treinta segundos. Oxigeno líquido lleno y válvula de escape cerrada. Nueve, ocho, siete. Vamos con el encendido de la turbina principal. Y seis, cinco, cuatro, Orden de encender turbina. Tres, dos, uno, despegue...
¿Y qué más?
Eso es todo. Despegue.
¿Y qué más ves?
Ahora es difícil enfocar. La nave está en el cielo, y va cada vez más rápido, es demasiado difícil enfocar.
Observamos cómo se desvanece el avión en el azul sin límites, rápido y cada vez más tenue, planeando hacia la lejanía y hacia el cielo que de pronto parece ligeramente nublado. Pronto volará sobre ciudades deshabitadas, sobre llanuras y cánceres industriales que se multiplican sin tregua, sobre ríos y bosques. Mi esposo sigue con el boom en alto, como si todavía hubiera algo más que registrar. El final de las cosas, el verdadero final, no es jamás una nítida vuelta de tuerca, nunca una puerta cerrada de pronto, sino más bien algo parecido a un cambio atmosférico, nubes que se espesan poco a poco, <<no con un golpe seco sino con un lamento>>.
Durante algún tiempo me ha preocupado qué decirles a los niños, cómo contarles una historia coherente de todo esto. Pero ahora, al escuchar al niño contar él mismo la historia de este instante, la historia de lo que estamos viendo y la historia de cómo lo estamos viendo, a través de él, una certeza lenta pero sólida me va recorriendo, finalmente. Es su versión de la historia la que nos sobrevivirá: su versión la que quedará y será transmitida. No sólo la versión de nuestra historia, de quienes fuimos como familia, sino también su versión de las historias de otros, como las de los niños perdidos. Desde el principio, el niño había comprendido todo mucho mejor que yo, mucho mejor que el resto de nosotros. Había escuchado, observado las cosas -observando, enfocando, ponderando realmente las cosas- y, poco a poco, su mente había compuesto un mundo ordenado con todo el caos que nos rodeaba.
Lo único que los padres pueden darle realmente a los hijos son los pequeños saberes: asín es como te cortas las uñas, esta es la temperatura de un verdadero abrazo, así es como se desenreda el pelo, así es como te amo. Y lo que los hijos pueden darle a los padres es algo menos tangible, pero a la vez más grande y más duradero, algo así como el impulso para aceptar la vida plenamente y comprenderla para ellos y tratar de explicársela, comunicársela con <aceptación y sin el más mínimo rencor>>, como escribió James Baldwin, pero también con una cierta furia y valentía. Los niños obligan a los padres a buscar un impulso específico, una mirada, un ritmo, la manera correcta de contar una historia, a sabiendas de que las historias no arreglan nada ni salvan a nadie, pero quizás hacen del mundo un lugar más complejo y a la vez más tolerable. Y a veces, sólo a veces, más hermoso. Las historias son un modo de sustraer el futuro del pasado, la única forma de encontrar la claridad en retrospectiva.
El niño sigue observando el cielo vacío con sus binoculares. Así que le pregunto de nuevo, ahora en un susurro:
¿Qué más alcanzas a ver, Ground Control?
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