Extracto de "Los Detectives Salvajes de Roberto Bolaño. (II)


Rafael Barrios, sentado en el living de su casa, Jackson Street, San Diego, California, marzo de 1981.

 ¿Ustedes han visto Easy Rider? Sí, la película de Dennis Hopper, Peter Fonda y Jack Nicholson. Más o menos así éramos nosotros entonces. Pero sobre todo más o menos así eran Ulises Lima y Arturo Belano antes de que se marcharan a Europa. Como Dennis Hopper y su reflejo: dos sombras llenas de energía y velocidad. Y no es que tenga nada contra Peter Fonda pero ninguno de ellos se le parecía. Müller sí que se parecía a Peter Fonda. En cambio ellos eran idénticos a Dennis Hopper y eso era inquietante y seductor, digo, inquietante y seductor para los que los conocimos, para los que fuimos sus amigos. Y esto no es un juicio de valor sobre Peter Fonda. Me gustaba Peter Fonda, cada vez que dan en la tele la película que hizo con la hija de Frank Sinatra y con Bruce Dern no me la pierdo aunque tenga que quedarme despierto hasta las cuatro de la mañana. Sin embargo ninguno de ellos se le parecía. Y con Dennis Hopper era todo lo contrario. Era como si conscientemente lo imitaran. Un Dennis Hopper repetido caminando por las calles de México. Un Mr. Hopper que se desplegaba geométricamente desde el este hacia el oeste, como una doble nube negra, hasta desaparecer sin dejar rastro (eso era inevitable) por el otro lado de la ciudad, por el lado donde no existían salidas. Y yo a veces los miraba y pese al cariño que sentía por ellos pensaba ¿qué clase de teatro es éste?, ¿qué clase de fraude o de suicidio colectivo es éste? Y una noche, poco antes del año nuevo de 1976, poco antes de que se marcharan a Sonora, comprendí que era su manera de hacer política. Una manera que yo ya no comparto y que entonces no entendía, que no sé si era buena o mala, correcta o equivocada, pero que era su manera de hacer política, de incidir políticamente en la realidad, disculpen si mis palabras no son claras, últimamente ando un poco confundido.


Bárbara Patterson, en la cocina de su casa, Jackson Street, San Diego, California, marzo de 1981.

 ¿Dennis Hopper? ¿Política? ¡Hijo de la chingada! ¡Pedazo de mierda pegada a los pelos del culo! Qué sabrá el pendejo de política. Era yo la que le decía: dedícate a la política, Rafael, dedícate a las causas nobles, carajo, tú eres un pinche hijo del pueblo, y el cabrón me miraba como si yo fuera una mierda, un trocito de basura, me miraba desde una altura imaginaria y contestaba: no son enchiladas, Barbarita, no te aceleres, y luego se echaba a dormir y yo tenía que salir a trabajar y luego a estudiar, en fin, yo estaba ocupada todo el día, estoy ocupada todo el día, arriba y abajo, de la universidad al trabajo (soy camarera de una hamburguesería en Reston Avenue), y cuando volvía a casa me encontraba a Rafael durmiendo, con los platos sin lavar, el suelo sucio, restos de comida en la cocina (¡pero nada de comida para mí, el muy mamón!), la casa hecha un asco, como si hubiera pasado una manada de mandriles, y entonces yo tenía que ponerme a limpiar, a barrer, a cocinar y luego tenía que salir y llenar de comida el frigorífico, y cuando Rafael se despertaba le preguntaba: ¿has escrito, Rafael?, ¿has comenzado a escribir tu novela sobre la vida de los chicanos en San Diego?, y Rafael me miraba como si me viera en la tele y decía: he escrito un poema, Barbarita, y yo entonces, resignada, le decía órale, cabrón, léemelo, y Rafael abría un par de latas de cerveza, me daba una (el cabrón sabe que yo no debería beber cerveza) y luego me leía el pinche poema. Y debe de ser porque en el fondo lo sigo queriendo que el poema (sólo si era bueno) me hacía llorar, casi sin darme cuenta, y cuando Rafael terminaba de leer yo tenía la cara mojada y brillante y él se me acercaba y yo podía olerlo, olía a mexicano, el cabrón, y nos abrazábamos, muy suavecito, y luego, pero como media hora después, empezábamos a hacernos el amor, y después Rafael me decía: ¿qué vamos a comer, gordita?, y yo me levantaba, sin vestirme, y me metía en la cocina y le hacía sus huevos con jamón y bacon, y mientras cocinaba pensaba en la literatura y en la política y me acordaba de cuando Rafael y yo todavía vivíamos en México y fuimos a ver a un poeta cubano, vamos a verlo, Rafael, le dije, tú eres un hijo del pueblo y ese maricón quieras que no tendrá que darse cuenta de tu talento, y Rafael me dijo: pero es que yo soy viscerrealista, Barbarita, y yo le dije no seas pendejo, tus huevos son real visceralistas, ¿pero es que no te quieres dar cuenta de la puta realidad, cariño?, y Rafael y yo fuimos a ver al gran lírico de la Revolución y allí habían estado todos los poetas mexicanos que Rafael más detestaba (o mejor dicho que Belano y Lima más detestaban), fue raro porque los dos lo sentimos por el olor, la habitación de hotel del cubano olía a los poetas campesinos, a los de la revista El Delfín Proletario, a la mujer de Huerta, a estalinistas mexicanos, a revolucionarios de mierda que cada quincena cobraban del erario público, en fin, me dije a mí misma e intenté decirle telepáticamente a Rafael: no la cagues ahora, no metas la pata ahora, y el hijo de La Habana nos atendió bien, un poco cansado, un poco melancólico, pero en líneas generales bien, y Rafael habló de poesía joven mexicana pero no de los real visceralistas (antes de entrar le dije que lo mataría si lo hacía) e incluso yo me inventé sobre la marcha un proyecto de revista que, dije, me iba a financiar la Universidad de San Diego, y al cubano eso le interesó, le interesaron los poemas de Rafael, le interesó mi puta revista quimérica, y de pronto, cuando ya la entrevista llegaba a su fin, el cubano que a esas alturas parecía más dormido que despierto, nos preguntó de sopetón por el realismo visceral. No sé cómo explicarlo. La habitación del puto hotel. El silencio y los ascensores lejanos. El olor de las anteriores visitas. Los ojos del cubano que se cerraban de sueño o aburrimiento o alcohol. Sus inesperadas palabras, como pronunciadas por un hombre hipnotizado, mesmerizado, todo contribuyó a que yo diera un gritito, un gritito que sin embargo sonó como un disparo. Debían de ser los nervios, eso fue lo que les dije. Después los tres permanecimos en silencio durante un rato, el cubano pensando seguramente en quién sería esa gringa histérica, Rafael pensando si hablar o no hablar del grupo y yo diciéndome una y otra vez puta de mierda, a ver si un día de éstos te coses los putos labios. Y entonces, mientras me veía a mí misma encerrada en el closet de mi casa, la boca convertida en una costra inmensa, leyendo una y otra vez los cuentos de El llano en llamas, escuché que Rafael hablaba de los real visceralistas, escuché que el puto cubano preguntaba y preguntaba, escuché que Rafael decía que sí, que tal vez, que la enfermedad infantil del comunismo, escuché que el cubano sugería manifiestos, proclamas, refundaciones, mayor claridad ideológica, y entonces ya no pude aguantarme más y abrí la boca y dije que eso se había terminado, que Rafael sólo hablaba a título personal, como el buen poeta que era, y entonces Rafael me dijo cállate, Barbarita, y yo le dije tú no me callas a mí, mamón, y el cubano dijo ay, las mujeres, e intentó mediar con su mierda de macho con las pelotas podridas y nauseabundas, y yo dije mierda, mierda, mierda, sólo queremos publicar en Casa de las Américas a título personal, y el cubano entonces me miró muy serio y dijo que por supuesto, en Casa de las Américas siempre se publicaba a título personal, y así les va, dije yo, y Rafael dijo chántala, Barbarita, que el maestro aquí va a pensar lo que no es, y yo dije que el puto maestro piense lo que quiera, pero el pasado es el pasado, Rafael, y tu futuro es tu futuro, ¿no?, y entonces el cubano me miró más serio que nunca con unos ojos como diciéndome si estuviéramos en Moscú ibas a acabar tú en un psiquiátrico, chica, pero al mismo tiempo, eso también lo percibí, como si pensara, bueno, no es para tanto, la locura es la locura es la locura y la melancolía también y en el fondo de la cuestión los tres somos americanos, hijos de Calibán, perdidos en el gran caos americano, y eso creo que me enterneció, ver en la mirada del hombre poderoso una chispa de simpatía, una chispa de tolerancia, como si dijera no te dé pena, Bárbara, que yo ya sé cómo son estas cosas, y entonces, qué imbécil soy, yo sonreí, y Rafael sacó sus poemas, unos cincuenta folios, y le dijo éstos son mis poemas, compañero, y el cubano cogió los poemas, le dio las gracias y acto seguido él y Rafael se levantaron, como en cámara lenta, como un rayo, un rayo doble o un rayo y su sombra, pero en cámara lenta, y en esa fracción de segundo yo pensé todo está bien, ojalá todo esté bien, yo me vi bañándome en una playa habanera y vi a Rafael a mi lado, a unos tres metros, conversando con unos periodistas norteamericanos, gente de Nueva York, de San Francisco, hablando de LITERATURA, hablando de POLÍTICA, y en las puertas del paraíso.


José «Zopilote» Colina, café Quito, avenida Bucareli, México DF, marzo de 1981.

Esto fue lo más cerca que esos mamones se acercaron a la política. Una vez yo estaba en El Nacional, allá por el año 1975, y allí estaban Arturo Belano, Ulises Lima y Felipe Müller esperando a que don Juan Rejano los atendiera. De pronto apareció una rubia bastante potable (soy un experto) y se saltó la cola de pinches poetas que se arracimaban como moscas en el cuartucho donde trabajaba don Juan Rejano. Nadie, por supuesto, protestó (pobres, pero caballeros, los bueyes), qué iban a protestar, una mierda, y va la rubia y se acerca al escritorio de don Juan y le entrega un bonche de cuartillas, unas traducciones, creí escuchar (tengo el oído fino), y don Juan, que Dios lo tenga en la Gloria, hombres como ése hay pocos, le sonríe de oreja a oreja y le dice qué tal Verónica (gachupín cabrón, a nosotros nos trataba fatal), qué buenos vientos la traen por aquí, y la tal Verónica le da las traducciones y habla un ratito con el viejo, más bien Verónica habla y don Juan asiente, como hipnotizado, y luego la rubia coge su cheque, se lo guarda en la cartera, se da media vuelta y se pierde por el pinche pasillo cochambroso, y entonces, mientras los demás babeábamos, don Giovanni se quedó un rato como traspuesto, como pensativo, y Arturo Belano, que era una fiera de confianza y además era el que estaba más cerca de él va y le dice: ¿qué pasa, don Juan, qué se trae?, y don Rejas, como saliendo de un puto sueño o de una puta pesadilla lo mira y le dice: ¿sabes quién era esa chica?, se lo dijo mirándolo a los ojos y con acento español, mala señal, Rejano, como todos ustedes ignoran, además de tener malas pulgas hablaba generalmente con acento mexicano, pobre viejo, qué mala suerte tuvo al final, pero en fin, va y le dice ¿sabes, Arturo, quién es esa chica?, y Belano dice nelazo, aunque se nota que es simpática, ¿quién es? ¡La bisnieta de Trotski!, dice don Rejas, Verónica Volkow, la mera bisnieta (o nieta, pero no, creo que bisnieta) de León Davidovitch, y entonces, perdonen si pierdo el hilo, Belano dijo moles y salió corriendo detrás de Verónica Volkow, y detrás de Belano salió Lima echando aguas, y el chavito Müller se quedó un minuto a recoger los cheques de ellos y después también salió disparado, y Rejano los vio salir y desaparecer por el Pasillo de la Cochambre y se sonrió como para sus adentros, como diciendo pinches chavos culeros, y yo creo que debió de pensar en la Guerra Civil española, en sus amigos muertos, en sus largos años de exilio, yo creo que debió de pensar incluso en su militancia en el Partido Comunista, aunque eso no casaba muy bien con la bisnieta de Trotski, pero don Rejas era así, básicamente un sentimental y una buena persona, y luego volvió al planeta Tierra, a la pinche redacción de la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional, y los que se hacinaban en el cuarto mal ventilado y los que se marchitaban en el pasillo oscuro volvieron con él a la cabrona realidad y todos recibimos nuestros cheques. Más tarde, después de transar con don Giovanni la publicación de un artículo sobre un cuate pintor, salí a la calle, yo y otros dos del periódico dispuestos a emborracharnos desde temprano, y los vi a través de las vitrinas de un café. El café creo que era La Estrella Errante, no me acuerdo. Verónica Volkow estaba con ellos. La habían alcanzado. La habían invitado a tomar algo. Durante un rato, parado en la acera, mientras mis compañeros decidían adonde ir, los estuve mirando. Parecían felices. Belano, Lima, Müller y la bisnieta de Trotski. A través de los ventanales los vi reírse, los vi retorcerse de risa. Probablemente no la iban a ver nunca más. La chavita Volkow era claramente de la buena sociedad y esos tres llevaban escrito en la frente que su destino era Lecumberri o Alcatraz. No sé qué me pasó. Lo juro por ésta. Me sentí tierno y el Zopilote Colina nunca flaquea por allí. Los cabrones se reían con Verónica Volkow, pero también se reían con León Trotski. Nunca más iban a estar tan cerca del Partido Bolchevique. Probablemente nunca más querrían estar tan cerca. Pensé en don Iván Rejánov y sentí que el pecho se me llenaba de tristeza. Pero también de alegría, carajo. Qué cosas más raras pasaban en El Nacional los días de cobro.


Verónica Volkow, junto con una amiga y dos amigos, salidas internacionales, aeropuerto de México DF, abril de 1981.

Se equivocó el señor José Colinas al afirmar que nunca más volvería a ver a los ciudadanos chilenos Arturo Belano y Felipe Müller, y al ciudadano mexicano, mi compatriota Ulises Lima. Si los incidentes por él relatados, con no demasiado apego a la verdad, ocurrieron en 1975, probablemente un año después volví a ver a los ya mencionados jóvenes. Fue, si mal no recuerdo, en mayo o junio de 1976, una noche aparentemente clara, incluso brillante, en la cual año tras año nos movemos con lentitud, con extremo cuidado, los mexicanos y los más bien perplejos visitantes extranjeros y que personalmente encuentro estimulante pero decididamente triste. La historia no tiene mayor importancia. Sucedió en las puertas de un cine de Reforma, el día de estreno de una película no sé si norteamericana o europea. Puede que incluso fuera de algún director mexicano. Yo iba con unos amigos y de repente, no sé cómo, los vi. Estaban sentados en la escalinata, fumando y conversando. Ellos a mí ya me habían visto, pero no se acercaron a saludarme. La verdad es que parecían mendigos, desentonaban horriblemente allí, en la entrada del cine, entre gente bien vestida, bien afeitada, que al subir las escalinatas se apartaban como con miedo de que uno de ellos fuera a alargar la mano y a deslizaría por entre sus piernas. Al menos uno de ellos me pareció bajo los efectos de una droga. Creo que era Belano. El otro, creo que Ulises Lima, leía y escribía en los márgenes de un libro y al mismo tiempo canturreaba. El tercero (no, no era Müller, definitivamente, Müller era alto y rubio, y ése era achaparrado y moreno) me miró y me sonrió como si él a mí sí que me conociera. No me quedó más remedio que devolverle el saludo y durante un despiste de mis amigos me acerqué a donde ellos estaban y los saludé. Ulises Lima respondió a mi saludo, aunque no se levantó de la escalinata. Belano sí se levantó, como un autómata, pero me miró como si no me conociera. El tercero dijo tú eres Verónica Volkow y mencionó unos poemas míos publicados recientemente en una revista. Era el único que parecía con ganas de conversar, Dios santo, pensé, que no me hable de Trotski, pero no habló de Trotski sino de poesía, dijo algo acerca de una revista que sacaba un amigo común (¿un amigo común?, ¡qué horror!) y luego dijo otras cosas que no entendí. Cuando ya me iba, no estuve con ellos más de un minuto, Belano me miró con mayor atención y me reconoció. Ah, Verónica Volkow, dijo y se le dibujó en el rostro una sonrisa que me pareció enigmática. ¿Cómo va la poesía?, dijo. Yo no supe qué contestar a una pregunta tan estúpida y me encogí de hombros. Sentí que uno de mis amigos me llamaba. Me despedí de ellos. Belano me tendió la mano y se la estreché. El tercero me dio un beso en la mejilla. Por un instante pensé que era muy capaz de dejar a sus amigos allí en las escalinatas y sumarse a mi grupo. Ya nos veremos, Verónica, dijo. Ulises Lima no se levantó. Cuando ya entraba en el cine los vi por última vez. Una cuarta persona había llegado y hablaba con ellos. Creo, pero no podría asegurarlo, que era el pintor Pérez Camarga. Iba, eso sí, bien vestido, aseado, y su actitud denotaba un cierto nerviosismo. Más tarde, a la salida del cine, vi a Pérez Camarga o a la persona que se le parecía, pero no vi a los tres poetas, por lo que deduje que estaban allí, en las escalinatas, esperando a esa cuarta persona y que tras su breve encuentro se habían marchado.

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