8 de noviembre, 10 de noviembre (Los detectives salvajes)





He descubierto un poema maravilloso. De su autor, Efrén Rebolledo (1877- 1929), nunca me dijeron nada en mis clases de literatura. Lo transcribo:


El vampiro

Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos
por tus cándidas formas como un río,
y esparzo en su raudal, crespo y sombrío,
las rosas encendidas de mis besos.

En tanto que descojo los espesos
anillos, siento el roce leve y frío
de tu mano, y un largo calosfrío
me recorre y penetra hasta los huesos.

Tus pupilas caóticas y hurañas
destellan cuando escuchan el suspiro
que sale desgarrando las entrañas,

y mientras yo agonizo, tú sedienta,
finges un negro y pertinaz vampiro
que de mi sangre ardiente se sustenta.


La primera vez que lo leí (hace unas horas) no pude evitar encerrarme con llave en mi cuarto y proceder a masturbarme mientras lo recitaba una, dos, tres, hasta diez o quince veces, imaginando a Rosario, la camarera, a cuatro patas encima de mí, pidiéndome que le escribiera un poema para ese ser querido y añorado o rogándome que la clavara sobre la cama con mi verga ardiente. Ya aliviado, he tenido ocasión de reflexionar sobre el poema. El « raudal crespo y sombrío» no ofrece, creo, ninguna duda de interpretación. No sucede lo mismo con el primer verso de la segunda cuarteta: « en tanto que descojo los espesos anillos» , que bien pudiera referirse al « raudal crespo y sombrío» uno a uno estirado o desenredado, pero en donde el verbo « descoger» tal vez oculte un significado distinto. « Los espesos anillos» tampoco están muy claros. ¿Son los rizos del vello púbico, los rizos de la cabellera del vampiro o son diferentes entradas al cuerpo humano? En una palabra, ¿la está sodomizando? Creo que la lectura de Pierre Louys aún gravita en mi ánimo.

[...]

No tuve tiempo para responder y tal vez fue mejor así. Brígida, sin dejar de mirarme, se arrodilló, me abrió la cremallera y se metió mi verga en la boca. Primero el glande, al que propinó varios mordisquitos que no por leves fueron menos inquietantes y después el pene entero sin dar muestras de atragantarse. Al mismo tiempo, con su mano derecha fue recorriendo mi bajo vientre, mi estómago y mi pecho dándome a intervalos regulares unos pescozones cuyos morados aún conservo. El dolor que sentí probablemente contribuyó a hacer más singular mi placer pero al mismo tiempo evitó que me viniera. De tanto en tanto Brígida levantaba los ojos de su trabajo, sin por ello soltar mi miembro viril, y buscaba mis ojos. Yo entonces cerraba los míos y recitaba mentalmente versos sueltos del poema « El vampiro» que más tarde, repasando el incidente, resultaron no ser en absoluto versos sueltos del poema « El vampiro» sino una mezcla diabólica de poesías de origen vario, frases proféticas de mi tío, recuerdos infantiles, rostros de actrices adoradas en mi pubertad (la cara de Angélica María, por ejemplo, en blanco y negro), paisajes que giraban como arrastrados por un torbellino. Al principio intenté defenderme de los pescozones, pero al comprobar la inutilidad de mis esfuerzos dediqué mis manos a la cabellera de Brígida (teñida de color castaño claro y no muy limpia, según pude comprobar) y a sus orejas, pequeñas y carnosas, aunque de una dureza casi sobrenatural como si en ellas no hubiera ni un solo gramo de carne o grasa, sólo cartílago, plástico, no, metal apenas reblandecido, en donde colgaban dos grandes aros de plata falsa.

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